La suma de todo

A veces no puedo creer que yo sea la suma de todo lo que me ha ocurrido en estos muchos años que tengo viva.

Específicamente, no sé si esto que escribo, mis cuentos, mi blog, mi novela (pronto diré: mis novelas) sean resultado de los reportes de lectura que hice en la preparatoria o el trabajo de historia que me tocó hacer en la universidad.

¿Cuando escribo escriben todas esas letras conmigo?

Saco hojas para reciclar: encuentro el trabajo aquél que hice sobre la caricatura política durante el periodo presidencial de Sebastián Lerdo de Tejada, uno de los pocos presidentes honrados que ha tenido este país y que quizás por eso nadie recuerda. Era feo hasta de apellido y blando, así que después de un Juárez que no permitía el escarnio, los caricaturistas se ensañaron con el pobre Sebastián. Fue un trabajo que disfruté mucho, mi primera visita al Archivo General de la Nación dentro del Palacio de Lecumberri que tenía el plus de haber sido la mazmorra del sistema político priísta durante décadas. Recuerdo que me abrieron una reja pesada y por un momento temí que nunca me dejaran salir –mi vena melodramática me exige sentir esos miedos desde muy joven–. Pedí los archivos y saqué fotocopias de esos periódicos antiquísimos mientras llenaba cuadros y cuadros sobre mis verdaderas intenciones para recuperar la historia. Recuerdo que me sentí una espía solitaria, como si la patria viviera encuerada dentro de Lecumberri pero sólo yo y otros tres gatos quisiéramos admirarla.

Soy una espía que cada 15 de septiembre recuerdo que Miguel Hidalgo no gritó Viva México, porque México era una idea que aún no existía. Según la versión más aceptada, Hidalgo gritó: “Viva nuestra Madre Santísima de Guadalupe. Viva Fernando VII. Viva la América. Y muera el mal gobierno…” Es decir, el prócer de la independencia no tenía ninguna intención de hacer ésta una nación independiente. ¿Por qué no enseñan eso en las primarias? ¿No es cercano al creacionismo inventar cachos de la historia? ¿Simplificarlos? ¿Nos mienten menos?

La cuestión es que cada vez que voy a reciclar esas hojas del trabajo de Lerdo de Tejada me tiembla la mano y lo vuelvo a guardar. No me quiero deshacer de esa monografía pedestre que hice a los 20 años, con muy poco conocimiento de causa y muy pocas herramientas para pensar.

Es como si mi yo de 20 me estuviera diciendo “tú que ya puedes, haz algo con esto”.

Me cuesta trabajo pensar que en serio estoy hecha de todas esas letras que escribí antes. Que soy ese trabajo. Que fue tan importante y yo campante lo tomé como uno más.

Muero de tristeza cuando pienso que en mi facultad ya no hay tres semestres de Historia de México.

Razón

El otro día en un bar del centro Ira comenzó está conversación:
¿Pero por qué te enamoras de alguien? Es decir ¿qué te hace decidir : sí bueno, a este tipo (a) sí le oleré los pedos y a este no?
Ejemplifique señora, me dijeron por ahí.
Les platiqué que recientemente me había caído el veinte de por qué quise tanto a un bato:
Era su capacidad para ponerse vulnerable frente a mí.
No, no, dijo mi amigo: es genético. Es un plan conjunto que construyes. Es su olor. Es suerte. Sincronía.
Quizás. Pero cuando caí en cuenta de la ternura que me daba el tipo ahí, vulnerable, desnudo, mostrándose, di con una teoría que quizás sólo sirva para mí: soy Gogo el de Esperando a Godot cuando Didi no puede amarrarse las agujetas: no lo puede dejar allí, no puede irse. Mejor esperar juntos algo que no existe. Tomarse la manos para eso, nada más.

Un para qué

El párrafo de un libro:

“A los escritores se les encarga las descripciones de costumbres y la creación de personajes y atmósferas reconocibles e irreconocibles; se les encomienda, en suma, los estímulos que anticipen la fluidez del destino nacional, y si se puede del propósito civilizador. Y los escritores proceden, a sabiendas de que les rodean el atraso, la inhumanidad de los caudillos, la indiferencia de la sociedad”. (Carlos Monsiváis, Aires de familia, Anagrama, 2000.)

Lo hojeo sólo para recordar un poco eso que Monsiváis provoca en mí: una suerte de ruido de fondo sobre el que se patinan muchas otras ideas, pensadas en paralelo a su búsqueda.

No es que no le ponga atención a lo que dice Monsiváis, es que me parece que hablara para mí como un amigo a quien conoces tanto que provee, allí mientras toman el té, un espacio de soledad donde se piensa mejor.  

Pienso en las caras de mis alumnos en la nueva clase que estoy dando. Los veo blanquecinos en su novedad, sin arrugas en las intenciones. Están allí para que yo les diga qué es un guión y cómo se hace. Les digo que yo aprenderé más de ellos que ellos de mí. No me creen, claro. No saben lo que no saben aún.

Y después de leer a Monsiváis me doy cuenta de qué les voy a enseñar: no van a aprender de mí cómo hacer un guión, van a aprender por qué escribir es un oficio muy pinche importante.

Aún recuerdo cuando un niño en la prepa en la que daba clases me dijo con desdén: “el arte no sirve para nada, maestra” (bueno, él me dijo miss). Me hubiera gustado decirle algo tan inteligente como que a los artistas  “se nos encomiendan los estímulos que anticipen la fluidez del destino nacional, y si se puede del propósito civilizador”. Pero ni soy tan inteligente como Monsiváis en sus peores días, ni en ese tiempo estaba yo tan segura de por qué el arte era tan importante para mí. 

Ahora ya lo sé. Por eso creo que en mi curso de guión me dedicaré a decirles que son muy pinches indispensables y espero tener éxito.