En eso que leo:
“Soñé que me encontraba en Dublín, ciudad en la que no había estado nunca, y que había vuelto a beber y que estaba en el suelo, en la puerta de un pub, llorando de una forma muy emocionante. Lloraba abrazado a mi mujer, lamentando haber regresado al alcohol. La intensidad venía de que en el sueño, en el abrazo con mi mujer, estaba concentrada, con gran densidad, una idea de renacimiento. Me estaba recuperando en el hospital y fue como si tocara la verdadera vida por primera vez. Pero no he logrado transmitir toda la intensidad. Una prueba más, si quieres, de eso que se conoce como la imposibilidad de la escritura… A los pocos meses viajé a Dublín y no di con el lugar exacto del sueño. Pero lo recordaba con una precisión asombrosa. No estaba allí, o no supe verlo”.
Lo dice Vila-Matas en una entrevista para El País.
Y que me dan, otra vez, ganas de escribir aquí.
Cualquiera que haya viajado sabe que al regresar, las preguntas de ¿cómo te fue? harán todavía más inabarcable la experiencia. Editorializamos siempre en la vida. Decidimos qué es importante, qué es banal y qué pedazo de memoria guardarás “para después” como quien deja tirado un recibo del banco “porque algún día puede necesitarse”.
Lo que pasa con ese recibo es que te mira desde el cajón o desde el suelo o desde una bolsa tonta que solo guarda recibos caducos y mientras no lo tires será importante, habrá información allí de valía aunque no la haya.
No cuentas ni le das importancia al hecho de que en la aduana te abrieron tu maleta, cuando un señor con guantes de plástico tocó tus recuerditos con cara de asco; o cuando te preguntaron ¿cuál es el motivo de su visita a este país? y tú hiciste una pausa incómoda mientras pensabas no sé, diablos, no me pregunte qué hago aquí por favor, me mandaron, no lo sé; o cuando dan ganas de contestar como Vila-Matas “fíjese que vengo a buscar un bar que no conozco, pero del que tengo todos los detalles a partir de un sueño. Quizás escriba algo de ello”.
Lo inabarcable de un viaje se vuelve un enorme y pesado cuervo, renegrido y con personalidad hitchockesca cuando, además, tienes que entregar un artículo sobre él.
Nunca conté cómo, en uno de estos grandes parques en Londres, entendí cómo lo hicieron Hitchock y Poe: lo único que necesitaban era pasar junto a un cuervo para saber por qué los pájaros representan un estupendo elemento de terror.
Se detienen a mirarte los cabrones. Están esperando que se te caiga un poco de comida o una oreja, quizás. Te miran y piensas: estoy indefensa ante el brillo de esos ojitos y ese pico tan fuerte. Este tipo (los cuervos tienen una personalidad como de tipos rudos y solitarios en la banca de un parque) muy al contrario de mí, vuela.