Yo esperaría, a estas alturas y con tantos muertos cercanos, estar más acostumbrada a la muerte.
Me alegra no estarlo.
Cada vez que alguien muere hay que meterse a la biblioteca del cerebro –todos tenemos una, nomás que hay que recorrer un pasillo largo y oscuro, al final está el interruptor de la luz– y cerrar/cegar/segar el libro que escribías y leías de esa persona.
Depende de la juventud del muerto, tu cercanía y otras cosas, cerrar ese libro es más fácil o más difícil.
A veces de plano te rehusas a cerrarlo, a tu propio coste.
En otras ocasiones lo cierras pero abres otro donde continúas la historia, también a tu propio coste.
Ahora murió mi tía que en realidad fue la única abuela que pude tener. En mi familia no les alcanzó para darme abuelos. Unos murieron mucho antes de que yo naciera y otros no figuraban para mí porque no quisieron.
Así que mi tía fue mi abuela. Su casa era la única ‘otra casa’ que yo tenía, donde podía esconderme un poco de mi madre, que es lo que uno hace en casa de sus abuelos, (casi). Sus escaleras de mármol salen en la novela que estoy escribiendo y de alguna forma, ella también.
Mi tía hacía la mejor cochinita pibil que he probado en el mundo y tenía en la pared del patio una enredadera de ‘centavito’ que me parecía fascinante. Cómo se agarraba aquella planta a la vida, cómo provenía de un sólo tallo y prosperaba a dos metros en todas direcciones, aferrada como cienpiés al muro. Yo quería a mi tía aunque era una mujer ruda, sobreviviente, como su hermana (mi mamá). Por todos sus hijos y sus historias ellas también eran ‘centavitas’. Al arrancarlas siempre te llevas un poco de pintura.
Lamento no haberle preguntado más a mi tía sobre cómo recordaba a mi madre. Lamento haber sido demasiado joven para preguntarle más a mi madre sobre mi tía. Sé que era guapa, sus fotos lo decían claramente.
Sé que crió a la mayoría de sus nietos después de haber semi criado a mi mamá y a mi hermana también.
Era en buena parte mi abuela, cómo no. La única que tuve. Y siento su muerte.