Viejos nuevos

Acabo de descubrir un grupo ochentero mexicano llamado Casino Shangai. 

La hipsterada (que en aquellos tiempos se les conocía como fresas o si se quería joder de verdad, fresitas) sabrá a quiénes me refiero pues después de una leve googleada pude ver, casi con espanto, que hace menos de un año se armaron un revival en uno de esos lugares para conciertos donde caben tres gatos, todos con lentes de pasta, barba y sombrerito. 

En fin, yo los acabo de oír por primera vez y llenaron mi alma de curiosidad.

Aquí una muestrita:

Además de dejarme atónita su voz, sus letras y esos sintetizadores tan lejos de la Negra Tomasa, lo que me hizo muy feliz fue darme cuenta de que yo NO era cool. Seguía a todos, era toda mensa, quería con el más guapo, me caía mal la bonita, oía lo que me vendían. 

De ninguna forma hubiera podido ser fan de este grupo de culto. Nunca me enteraba de nada. 

¿Por qué me hace feliz? 

Quizás porque ahora puedo verlo y perdonar a la babosa que quería agradar. De alguna forma todavía quiero hacerlo y sigo sin lograrlo. Tenía un mundo secreto aparte de Flans y los Caifanes, pero sólo llegaba a Styx y Rush. A Casino Shangai ni siquiera lo registré. Es como si me hubiera encontrado una piedra de esa época sin levantar y me llena de emoción hacerlo ahora. 

Me alegra haber dejado lugar para el postre. 

 

Drogas

Nunca se metan carbamazepina con bayas Goji. Ayer pasó que la coincidencia de sus elementos químicos hicieron una mezcla explosiva en mi cerebro: quede a merced de un viaje no planeado en territorio salvaje. ¿Cómo salgo de ésta? Mi cama como piragua en la travesía al Amazonas de la pachequez.
Dormí y soñé, claro. Soñé instrucciones. Le había leído un cuento de Cortázar ilustrado a mi hijo antes de dormir y creo que mi pacheca mente seleccionó el título de un cuento del argentino para instalarse en el extrañamiento. Extrañar en dos sentidos: querer que alguien esté aquí y volver el mundo cotidiano irreconocible, extraño. Digo que soñé instrucciones: ve para acá Ira, llena estás formas, saca fotocopias, lee un párrafo, muévete, camina, escribe.
Y abajo de todo eso: ¡extraña y extráñate!
Estas malditas bayas Goji.

Drogas

Nunca se metan carbamazepina con bayas Goji. Ayer pasó que la coincidencia de sus elementos químicos hicieron una mezcla explosiva en mi cerebro: quede a merced de un viaje no planeado en territorio salvaje. ¿Cómo salgo de ésta? Mi cama como piragua en la travesía al Amazonas de la pachequez. 
Di mil vueltas hasta que me dormí y soñé, claro. Soñé instrucciones. Le había leído un cuento de Cortázar ilustrado a mi hijo antes de dormir y creo que mi pacheca mente seleccionó el título de un cuento del argentino para instalarse en el extrañamiento. Extrañar en dos sentidos: querer que alguien esté aquí y volver el mundo cotidiano irreconocible, extraño. Digo que soñé instrucciones: ve para acá Ira, llena estás formas, saca fotocopias, lee un párrafo, muévete, camina, escribe. Quiéreme, Ira, quiéreme. Deja de hacerlo, ahora. 
Y abajo de todo eso: ¡extraña y extráñate!
Estas malditas bayas Goji.

Escribir de viajes desde la computadora

Para sorpresa de mi cuerpo y la parte de mi cerebro que guarda las experiencias sensuales, sigo  siendo escritora de viajes. Ya nadie tiene dinero para mandarme a viajar, pero aún necesitan una pluma que haya viajado lo suficiente y que pueda hacerlo de memoria. 

Es estupendo, si me lo preguntan. 

No creo que haya mejor escuela para la ficción que esta: picar piedra en la imagen un malecón o un barco al que te subiste sin pensar que te daría de comer tantos años después. 

Ahora mismo escribo sobre Manzanillo y quisiera decir eso que no puedo allá: la gran cosa de ese malecón, si alguna vez van, es la escultura del Snoopy. La pusieron allí para hermanar oficialmente a las ciudades de Manzanillo y Saint Paul en Minessota, lugar donde nació Charles M. Schulz. 

A unos metros hay un estibador de bronce, un espantoso pez vela azul de Sebastián y otras creaciones odiosas, serias, de esas que pretenden robarle a la realidad. 

Pero Snoopy tiene mucho más sentido. Trae unas chanclas de gringo para la playa, un par de trofeos de pesca y la actitud celebratoria tan característica que le regaló su creador, Charles  Schulz. Es el Snoopy feliz quien nos permite soportar la melancolía de Charlie Brown en esa tira cómica, su constante fracaso de ser. 

¿El estibador y el horrible pez vela son capaces de darme fuerzas para soportar el descalabro diario, el envejecimiento, el pesar del anochecer? No lo creo. Sólo Snoopy puede. 

Robin y la depresión

Con la noticia del suicidio de Robin Williams se me vienen varias ideas a la cabeza. 

1. La más punzante: aunque a veces parece que le ganaste a la puta depresión, un día te miras al espejo y como en tus mejores épocas se te derriten los ojos y se vaporiza el cerebro. NO estoy aquí, esto no está pasando.  

No importa cuántos años pasen ni cuántas risas ni cuántos hijos ni cuántas absolutas cogidas: la sinrazón es un cometa y si no te agarra con las manitas en guardia y bien parado, te chinga. 

2. Otra cosa que recuerdo de Williams es su capacidad para mostrar el trasero peludo a la menor provocación. Quien conozca a un niño pequeño sabrá que no hay momento más liberador en la infancia que correr desnudo por ahí, dejando que tu madre te persiga con los calzones en la mano. En esos momentos uno es intensamente feliz –no así la madre– y Williams lo hizo muchas veces ante miles y miles de personas. ¿Eso cuenta, no?

3. Si vas a morir deprimido, más te vale haber hecho reír a un chingo de gente. De lo contrario eres nada más un obseso.  

4. Debería hacer un top 5 de las películas más oscuras y difíciles de encontrar de Williams, pero la que más veces vi fue The Fisher King. La amé toda mi adolescencia (como amaba cualquier cosa que hiciera Terry Gilliam) y no sé, esos amores se olvidan poco. Allí es un loco enfermo de dolor por la muerte de su esposa. Es un indigente que encuentra bella a una mujer-ratón y es capaz de sacar lo mejor de un hombre muy peor. Es un gran personaje. 

5. Mi hijo ve con insistencia una película de animación vieja que pasó sin pena ni gloria: Robots (Wedge, 2005). Aunque no entiende nada, se enoja si se la cambiamos a idioma español, pues adora al robot Fender, la voz de Robin Williams. A todas luces, punto para nuestro muerto, donde quiera que esté. 

 

Cine

Espero no aburrir a los tres pobres lectores que vienen y esperan pasarse un momento campechano con mis comentarios de películas. Tengan un poco de paciencia. Ya no salgo mucho y en el imaginario que voy rescatando de la maldita depresión lo primero que encuentro siempre es cine. 

Ayer, por ejemplo, vimos otra de Julien Temple. Debo decir que esta vez no me gustó casi nada, pero respeto al creador porque mantiene su postura: me valen tres montañas de pitos lo que nadie opine, yo voy a hacer mi película.

No hay otra postura, por cierto. Yo a veces pido opiniones. Las pedí para la novela que escribo ahora, por ejemplo. Quizás esa fue la razón por la que no pude escribir durante un mes. Fue hasta que me levanté un día a las 5 a.m. pensando “chingo a mi madre si le hago caso a alguien” que pude seguir. 

Julien Temple es así: no le interesa si su película sobre la ciudad de Londres es repetitiva o cansina. Le interesan las imágenes que resultan de contar un historia inabarcable, creo. Ayer que lo oímos hablar al final de la función, quise preguntarle cómo se teje una historia a partir de la música. Si hay alguien que sabe es él. Pero no lo hice. Lo vi cansado. Mencionó la cuestión de Estados Unidos bombardeando Irak otra vez y Gaza medio muerta ya de tanta bomba del estado de Israel. Yo también estoy cansada de eso. Dolorida. 

Esta noche escribiré novela y trataré de urdir música en ella. Pensaré lo que hace Julien, trataré de copiar un poco y luego seguiré escribiendo. Al final, a favor o en contra de nuestra voluntad, vivir es también inventar una peculiar manera de matar pulgas.

Glastonbury

Ayer tuve a Julien Temple a unos cuantos metros. 

Fuimos a ver su documental sobre Glastonbury:

Dos horas y 20 de cortes a hippies viejos y nuevos, gente disfrazada, gente vieja, gente joven, gay, no gay, intergay, gente que vista desde la lente de Julien gana una condición anónima y al mismo tiempo única. Sería horrible saber sus nombres, conocerlos como individuos; qué grande cuando un humano sirve a un propósito mayor, en este caso el de la locura temporal, el goce sin trampas. 

Una pregunta recorre la cinta, una pregunta ajena al contenido del documental y cercana al proceso creativo: ¿cómo narrar cuarenta y tantos años de un festival al que asisten cerca de 200 mil personas al año? ¿Por dónde tomarle las patas al monstruo?

Ver a la joven Björk que no entendía el human behaviour en un auténtico laboratorio del proceder humano donde muchos van, imagino, a ser vistos. Todo ese performance ¿para qué? Botas como sombreros, mujeres vestidas de novias histéricas, un anciano vestido de mesero ofreciendo  una copita de cognac vacía. (¿? y mil veces ¿?) 

A veces, la narrativa fragmentada de Temple es odiosa, otras es efectiva en lo que, creo, es su objetivo: suspender la racionalidad. De pronto estamos viendo con otros órganos que no son los limitados ojos. 

Pasan por ahí el Moz, la legendaria Common People de Pulp, los Chemical Brothers y un largo auuuuush. 

Termina con David Bowie, claro. 

We could be heroes, just for one day. 

Así se siente acudir a un concierto y vomitar la tripa cantando; recorrer apretujados la distancia del estacionamiento al escenario a pie, como peregrinos en un territorio diminuto que sin embargo  nos inicia efectivamente en el ritual de la música. 

La música esa del siglo XX y XXI, encapsulada en canciones que duran dos o tres minutos nada más pero que en la vida de una persona se vuelven recurrentes y sacian y dan de beber a la débil memoria. 

Julien Temple crea memoria. Lo hizo con sus documentales sobre el ENORME Joe Strummer o el de los Sex Pistols. 

Y yo lo tuve a dos metros. Fui feliz. 

Postales

Esta vez fueron los viejos:

1.  Parada de Miguel Ángel de Quevedo y Pacífico, la conductora del camión, una mujer joven y gorda que lleva una gorra como de maquinista, se detiene frente a un anciano nonagenario que lleva un traje de tres piezas marrón, luido a plancha caliente. Un hombre joven le indica a nuestra conductora que el viejo va Taxqueña, le pide que por favor le avise cuando haya llegado. Es ahí que nos enteramos las personas de las tres primeras filas –todos extrañamente atentos– que el viejo es ciego y se subirá al camión solo. Aparte de los noventa y tantos, el viejo carga un maletín que luce pesado, así que la sexagenaria de la primera fila se levanta de inmediato para dejarle el asiento. Me pregunto por qué viaja sólo si apenas puede caminar. Me pregunto por qué está ciego, a dónde va con ese  maletín tan pesado, qué trae dentro. Un jovencito recita poesía de Ignacio Manuel Altamirano y sólo por la audacia de aprenderse un par de líneas le entrego dos pesos, lo único que traigo. La gorda está chupando una bolsita de Bon Ice, parece un gran niño enojado. El viejo pregunta “¿ya llegamos?”, la gorda casi le grita: “¡no, padre!”. Es el “madre” que dicen los marchantes del mercado a las clientas: tiente aquí madre, llévelo madre, vea qué fruta madre. Es la primera vez que oigo a alguien decirlo en masculino. Mire padre, camine padre, tiente aquí padre, llévelo llévelo padre. Nos acercamos a Taxqueña y la gorda dice “ya mero, padre”. Ahí es cuando me doy cuenta que los cuatro pasajeros que vamos en las filas del frente hemos estado en un vilo silencioso, esperando ayudarle al nonagenario para bajar, deseando que no se pare antes de que lleguemos al encuentro de su brazo. No es que seamos buenos, es que…Entonces la gorda tiene un gesto insospechado. Se orilla lo más que cerca que puede de la acera, pone el freno de mano y se para ella misma para bajar al ciego que pasa de una mano samaritana a otra. En la parada veo que el viejo da sólo un par de pasitos mínimos antes de que alguien más se pare y le ofrezca ayuda. Una mujer lo lleva de la mano y lo dirige a la calle donde mi vista lo pierde pues el camión arranca ya. Me quedo sorprendida: he sido parte de un extraño ballet  espontáneo en el escenario de una ciudad que funciona de milagro. Quizás nosotros humanos, como en las colmenas y los hormigueros, también somos capaces de funcionar  como un organismo único con muchos tentáculos . El viejo fue ayudado por al menos nueve personas en los 10 minutos que estuvo frente a mí. Diez extraños, todos con prisa, acalorados que sin embargo hicieron su parte. Ahora sé que el hombre que lo subió al camión no era su familiar, era tan sólo la cabeza de una cadena de ayuda anónima que hoy fue capaz de llevar a un nonagenario ciego a su destino.

Así las cosas en esta ciudad a veces.