Un para qué

El párrafo de un libro:

“A los escritores se les encarga las descripciones de costumbres y la creación de personajes y atmósferas reconocibles e irreconocibles; se les encomienda, en suma, los estímulos que anticipen la fluidez del destino nacional, y si se puede del propósito civilizador. Y los escritores proceden, a sabiendas de que les rodean el atraso, la inhumanidad de los caudillos, la indiferencia de la sociedad”. (Carlos Monsiváis, Aires de familia, Anagrama, 2000.)

Lo hojeo sólo para recordar un poco eso que Monsiváis provoca en mí: una suerte de ruido de fondo sobre el que se patinan muchas otras ideas, pensadas en paralelo a su búsqueda.

No es que no le ponga atención a lo que dice Monsiváis, es que me parece que hablara para mí como un amigo a quien conoces tanto que provee, allí mientras toman el té, un espacio de soledad donde se piensa mejor.  

Pienso en las caras de mis alumnos en la nueva clase que estoy dando. Los veo blanquecinos en su novedad, sin arrugas en las intenciones. Están allí para que yo les diga qué es un guión y cómo se hace. Les digo que yo aprenderé más de ellos que ellos de mí. No me creen, claro. No saben lo que no saben aún.

Y después de leer a Monsiváis me doy cuenta de qué les voy a enseñar: no van a aprender de mí cómo hacer un guión, van a aprender por qué escribir es un oficio muy pinche importante.

Aún recuerdo cuando un niño en la prepa en la que daba clases me dijo con desdén: “el arte no sirve para nada, maestra” (bueno, él me dijo miss). Me hubiera gustado decirle algo tan inteligente como que a los artistas  “se nos encomiendan los estímulos que anticipen la fluidez del destino nacional, y si se puede del propósito civilizador”. Pero ni soy tan inteligente como Monsiváis en sus peores días, ni en ese tiempo estaba yo tan segura de por qué el arte era tan importante para mí. 

Ahora ya lo sé. Por eso creo que en mi curso de guión me dedicaré a decirles que son muy pinches indispensables y espero tener éxito.