De ida a la laguna más alta (4,500 mts. sobre el nivel del mar) de Atacama nos encontramos una camioneta tipo Scooby Doo -del mismo año- varada, con siete viajeros brasileños en la panza.
En el parabrisas decía “Capoeira”; un solo tenis, calcetines usados, así como pedazos de pan y otros residuos de un largo viaje en carretera yacían en la hendidura del tablero.
Eran las 4:30 de la mañana. Nos habíamos levantado tan temprano para alcanzar el amanecer en locación. La luz de los paisajes, me platica Suki el fotógrafo, sólo sirve a las 5 de la mañana o a las 5 de la tarde. Lo demás es para los turistas japoneses.
Calculo que harían, en pleno desierto (el más seco de todo el continente) 15 bajo cero. Dos suéteres, una camiseta térmica, una buena chamarra y una bufanda apenas daban batalla. Apenas. En realidad empezaba a cagarme de frío. Como solemos hacer los mexicanos cuando el clima se pone gacho, iba mentando madres.
Nos detuvimos a tratar de ayudar con el desperfecto.
“Llevamos aquí desde las 10 de la noche, pero sólo han pasado dos autos de largo”, nos confesaron los brasileños. “Se nos acabó la gasolina”.
Los siete brasileiros tenían menos de 20 años, la cara quemada del frío y los ojos saltones de el que ha temido por su vida. Era como encontrar un perrito perdido y no podérselo llevar a casa. Nosotros teníamos que seguir. Primero porque no cargábamos un bidón de gasolina y la gasolinera más cercana estaba a dos horas en auto en sentido contrario. Segundo porque la chamba es primero y teníamos que alcanzar el damn amanecer.
Llevaban toda la noche con un calentador de gas dentro de la caminoneta. Pucha. 15 bajo cero, 15, 15 bajo cero, ¿te puedes morir de hipotermia a 15 bajo cero? “Mucha gente sí”, me dijo el guía que conoce bien este camino. “No es la temperatura, es el tiempo que llevan allí”.
Pinche tiempo.
Así que nos fuimos. Yo con mi culpa y los demás con la suya.
La laguna era fantástica. 45 km de desierto a la derecha, 45 a la izquierda. Bordeando la Cordillera de los Andes; frente a nosotros un mini valle y en medio la laguna. Unos pinchis flamencos andinos hacían todo más rosa, más irreal.
El dios sol empezó a asomarse detrás de la cordillera. Con sus rayitos nimios nos iba perdonando la vida y el frío. Ahora nomás hacía 5 bajo cero.
Suki tomó muchas fotos. Nos echamos un refrigerio con guantes, gorritos y café caliente recargados en la lengueta abatible de la parte trasera de la 4×4.
Fui al baño detrás de un zacate medio crecidito. Allí pensé que dios ya no vivía en las ciudades, pero acá sí que tenía sus terrenitos. Luego pensé “caray, qué cursi, qué fome como dicen los chilenos; ves algo lindo y ¿no se te ocurre pensar nada más que en religión?”. Me subí los pantalones, medio encabronada.
Como era de esperarse, de regreso, allá como a las 9 de la mañana, nos volvimos a encontrar la Scooby-camioneta.
Los brasileiros, expansivos como son, habían sacado el tanque de gas y unos asientos para calentarse con el tibio solecito.
Ahora sí nos paramos de a devis, le dije al guía. Suki les preguntó si ya tenían gasolina.
“Gasholinna, sí, ahora está congelaida la bachería“.
¿Los jalamos? El guía, medio mamón y de derecha (como por desgracia me tocó conocer a muchos chilenos) sacó a regañadientes una cuerda y amarró las camionetas.
Suki hizo lo suyo. Los llamó “hermanos brasileiros”, se bajó de la camioneta y se puso a jugar al salvador.
Yo seguía con frío pero supervisé desde atrás la velocidad que necesitaban para echar a andar el Scooby-móvil, que después de tres o cuatro kilómetros, por fin arrancó.
Cuando regresamos a donde habíamos dejado a Suki y los demás, allí sí que se apareció dios.
En pleno desierto, unos saltimbanquis medio congelados daban piruetas de gusto.
Al ver que su camioneta regresaba por su propio motor, los brasileños se pusieron a dar saltos y a tocar sus instrumentos. (Yo no había visto, pero además del tanque de gas, habían sacado también sus percusiones).
Me quedé callada mientras los brasileños me abrazaban. Su euforia tomó una forma sorprendente.
En lugar de llorar o dar las gracias (o invitarnos algo o tratarnos de pagar como habrían hecho gringos o mexicanos), los Scooby-capoeiros daban vueltas, tocaban los panderos, se subían al techo de la camioneta para luego tirarse desde allí en un doble mortal.
Eran bellísimos.
Atrás el cielo y las cordilleras lucían despiadadas, rosas y anaranjadas, como los flamencos.
Sus cuerpos corriosos y de músculos marcadísimos enseñaban la poca ropa con la que habían resistido toda una noche a 15 bajo cero en medio del desierto. Camisetitas, pantaloncitos.
Nunca volverían a ser tan jóvenes ni tan hermosos. Muy pronto iban a pelearse o a ennoviarse y su afán viajero capoeiro se terminaría.
Presenciar ese momento: la juventud, la energía, el desierto, las piruetas, la compasión.
Lo más interesante del viaje, sin duda.