Rimbaud es el poeta del que siempre me quedo con hambre.
Es un cabrón que me saca, que me exprime antes de ponerme en un estado de cinismo triste.
Pobre Verlaine. Nunca supo qué le pegó.
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Me gusta que los blogs sean diálogo. Dearest Ernesto lanzó uno de sus rants acá. Es curioso pero aquellos que lo conocen al menos un poco (myself included) sabrán que se trata de un rant bastante contenido, incluso cordial. Su capacidad para aborrecer la fealdad o la estupidez es casi mítica.
De la rabia ocasional, lo que importa es el sedimento. De las respuestas a ese rant le sobrevino a Ernesto un post en español (con eñe), que sobrepasa, creo, la temporalidad: se trata de una de las declaraciones más hermosas de amor a la escritura que he leído nunca.
Ernesto propone que la escritura no sea un medio, sino un fin. “…no un proceso para lograr una meta (un libro, un concurso, un premio, un dinero, algún tipo de reconocimiento público), sino un destino aparentemente incambiable, el devenir mismo.”
Me permito quitarme el sombrero además ante una suerte de declaración de principios:
“En mi escritura mediocre, diletante, nunca terminada, revelo y me revelo partes de mí mismo.”
Puf. Eso dice el escritor.
Como cuate, además le da comezón en lugares donde yo me estoy rascando:
“Sería trabajo de psicoanálisis extenso descubrir por qué un par de libros, que podrían considerarse listos para ser publicados, siguen inéditos en un oscuro lugar de mi computadora.”
Mariana, la maravilla de analista que tengo (quien además de tener una maestría en corchoanálisis winicottiano es guionista y cineasta porque según sus propias palabras “una sola cosa, a veces no es suficiente”) me pregunta muy seguido por qué escribo.
Cuando uno se quiere adornar es más fácil contestar esta pregunta.
Cuando se ve al techo en un pinche diván y no hay ni pa dónde hacerse (porque hacerse para otro lado sería producto del improductivo autoengaño) la respuesta se tropieza donde una vez los dedos sintieron un teclado (casi no escribo a mano) o por donde a uno le gustan los hombres o por donde a uno le duele la muerte de la madre.
La respuesta más torpe que le he dado a Mariana, si bien la menos tramposa es la siguiente: “Escribo para descubrir lo que realmente pienso”.
Así que publicar, entrarle al circuito comercial, seguir las recomendaciones de Sada de ‘mantenerse en el circuito comercial’ (whatever the fuck that is supposed to imply) o del bienintencionado Bef, son recomendaciones muy útiles (sin ánimo mamón o suficiente) pero a la luz de lo otro, parecen en todo caso, secundarias.
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Antes hablaba de Rimbaud porque ahora mismo leo su biografía. Hoy por la mañana, antes de echar a andar la máquina de ‘me tengo que ir a trabajar’, me quedé acostada, sintiendo una admiración y una envidia inmensa hacia el niño prodigio, ese cabrón cínico punk de mierda que entendió cosas a los 19 años que yo sigo sin comprender del todo (aunque la envidia viene precisamente del atisbo, eso que uno intuye: “todavía no entiendo, pero el muy cabrón tiene verdad”).
Pinchi Rimbaud odioso.
Pienso también en el Rimbaud que dejó de escribir. En el que sólo publicó un libro que costaba ‘un franc’, de cómo las cosas eran distintas antes de la Segunda Guerra Mundial.
O cómo escribir siempre ha sido lo mismo: amigos que te leen, amigos que te aman o te odian, fantasmas que nunca se van. Soledades compartidas y suerte. Mucha suerte.
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A la pregunta del título respondo con cinismo triste, prestado del gran Arthur: a güevo que semos ¿o qué chingados?